Hasta hace pocos años la virginidad de Buenos Aires con respecto a los shoppings era total. Un día comenzaron a brotar en distintos barrios esas moles de acrílico y de acero.
Los porteños hasta ese momento habíamos logrado sobrevivir sin ese especial confort que en ellos a manos llenas se brinda al público… ¡Cientos de spots nos calcinan la nuca!.. ¿Y esas escaleras mecánicas?... Parecen alfombras mágicas que como en un sueño nos llevan a un mítico Eldorado. Basta posar en ellas los pies y nos transportan como a un burro tras una zanahoria.
Quizás, una de las más originales estrategias para estimular y maravillar al posible comprador son los ascensores miradores de acrílico. Esto se suma a la escenografía y a la luz que todo lo embellece y lo torna más atractivo. Si hacemos sólo diez minutos de cola accedemos a ese viaje parsimonioso que nos permite leer y asimilar el nada subliminal mensaje: “Compre ahora la tarjeta aguanta”. De pronto alguien menciona ofertas y descuentos, presurosos descendemos todos para sumergirnos en el asombroso mundo de los pasillos.
Allí algo sucede; tomamos conciencia de la mayor o menor anemia de nuestro bolsillo no nos permite comprar un jean, o un modelito firmado, tampoco adquirir para los chicos algún juguete con motor. Puede ser que tengamos la tarjeta, pero nos cuenta que “no aguanta” más. Entonces sobreviene lo mágico que hace posible una visita al lugar “llevándonos algo”. La angustia se apacigua masticando empecinadamente una hamburguesa y así, ya no nos sentimos tan marginados de ese iluminado primer mundo.
La organización del shopping no falla, siempre deja contento al cliente. El modesto menú anteriormente mencionado tiene su postre: permite, mientras buscamos la salida, mirar el verde de las gigantescas plantas momificadas, que ponen el toque de vida que calma nuestros nervios en medio de tanto derroche arquitectónico.
Antes de que la actual sociedad de consumo nos hiciera la gauchada de legarnos estos centros de compras, en nuestra Buenos Aires, los lugares preferidos para autoabastecerse eran, y aún lo son, los supermercados. Sus extensas y climatizadas plantas son recorridas por las mujeres, acompañadas por sus maridos que chirrían sus dientes.
Es interesante señalar el mecanismo de ilusiones que se pone en juego en la repetida escena: el carrito es empujado mientras simultáneamente se estira la mano hacia el producto elegido. El tacto es un consumidor privilegiado, ya que al tocar la mercadería crea una inmediata sensación de propiedad. Elegir la lata de mejor precio, que no esté golpeada y si no conviene desecharla luego, provoca la ilusión de una decisión en libertad donde se manifiestan deseo y poder.
Anteriormente hablábamos de estrategias de estímulo perfectamente estudiadas, y esta es una más; entre las góndolas nosotros los compradores somos dueños y señores viviendo la fantasía de estar más allá de las necesidades, solos con nuestros propios deseos. Los artículos muy bien expuestos atraen nuestra mirada, las ofertas nos subyugan con canto de sirenas, los “imposibles” para el presupuesto están tan cerca que parecen accesibles. Las normas de la asepsia rigen la convivencia. Hay que ser civilizados.
La relación que se establece es de sujeto a objeto. Minimamente se recupera la relación sujeto a sujeto en los ásperos minutos frente a la cajera de la que siempre desconfiamos haya registrado mal los productos que adquirimos, haciendo sangrar más nuestra billetera.
Continuando nuestra caminata hacia el pasado, recordamos otra modalidad de abastecimiento de los hogares. Hasta hace unos años, algunas calles de los barrios porteños dos veces por semana se vestían de “feria”. Allí aparecía ante los ojos de los que entonces éramos niños un espectáculo circense con derroche de colores, sabores, olores, ruidos y melodías silbadas. Porque en aquél tiempo se silbaba.
Muy temprano, antes de la madrugada, llegaba el viejo camión cargado con los armazones de hierro pintados de blanco que servían para armar los puestos. En toda ciudad sus habitantes conocen los ruidos que se suceden a distintas horas; son como un reloj imaginario, tal ruido corresponde a tal hora. El rumor de la descarga de estos hierros y su acomodamiento en las esquinas donde iba a funcionar la “feria franca” indicaba al vecino el día y la hora. Este típico concierto de metales que chocaban entre sí continuaba con el armado de los puestos que realizaba la misma cuadrilla del camión. Esta tarea se ejecutaba con respeto por el descanso de la gente; ya que no se oían voces estentóreas y, el bochinche posiblemente era asimilado junto con el “tic tac” del reloj. De esto resultaba un paisaje extendido a través de dos cuadras en el que se podía apreciar, en noches de luna, el “esqueleto de la feria”.
Entre las cuatro y cinco de la mañana llegaban los primeros puesteros. Los viejos vecinos recordarán que el carnicero era el que recibía muy temprano la media res. A su puesto ya lo había terminado de armar con la lona que hacía de techo, la tabla grande para la exposición y corte, también la ganchera. Vestido con impecable ropa blanca igual que su birrete, se lo veía inclinado desarrollando los primeros cortes mientras alguien le alcanzaba el mate cocido. Luego llegaba el pescadero, el verdulero, el quesero, el infaltable oriental vendedor de ropa. A su arribo cada uno completaba su puesto y exponía la mercadería mientras comenzaba el desfile de clientes.
Los preparativos y escenas previas de este estilo comercial tenían un hechizo que no les permitía caer en la rutina, por el contrario se auto enriquecían espotáneamente y más a medida que en la mañana avanzaba la relación con los clientes. En ese ambiente las mujeres recibían el trato de “doñas”; recorrían los puestos buscando a “don Alfredo” quien vendía la verdura fresquita y, haciendo chistes ponía la yapa en la bolsa, o regalaba la verdurita para el caldo; otras se acercaban a determinado carnicero que tenía buenos precios, o se apresuraban a llegar hasta “don José” que traía gallinas de campo.
Apenas uno podía abrirse paso entre las enormes sandías, las bolsas de papas, los trapos de piso y la ropa colgada por el vendedor de enaguas -años aquellos en que la mujer aún usaba enaguas-. Todo en medio de un festivo barullo constituido por gritos ofreciendo mercadería y bromas que cruzaban el aire de un puesto al de enfrente, jolgorio en el que habitualmente participaba la “doña”. Para la comunicación se utilizaba un lenguaje muy popular, pero no exento de respeto.
Muchas letras de tango nos lo recuerdan haciéndonos imaginar escenas de la vida cotidiana de otros lugares.

Foto: Feria
Las bulliciosas ferias de Buenos Aires eran desbordantes y breves. Tenían ese matiz de los abastos primitivos, algo de los caminos a Santiago de Compostela en los que espontáneamente resurgía el comercio.
Los dos cuadras ocupadas por la feria franca volvían a estar limpias como la noche de la víspera.
Cierto día una ordenanza la arrancó de las calles, recobrando calzadas y aceras su habitual fisonomía. Sin negar las bondades del progreso, diríamos que en su momento se privó al vecindario del “corso del abasto” con que se regalaba a sí mismo dos veces por semana.
En nuestro viaje retrospectivo hallamos que entre la primitiva “plaza”(1) y la “feria franca”, otro ámbito ruidoso y colorido para la provisión del hogar, fueron los “mercados”. La memoria de los viejos residentes de Boedo podrá dar fe de lo que era el de la calle “Inclán”; los que no lo conocimos en su hora de explendor, tenemos una idea con sólo observar su estructura arquitectónica, ahora casi fantasmal.

MERCADO Comercializado
anual en $
Abasto Proveedor (Corrientes y Agüero) 480.000
Ciudad de Bs.As./Spineto (Matheu y Alsina) 384.000
Nuevo Modelo (Montevideo y Sarmiento) 224.000
San Cristóbal (Entre Ríos e Independencia) 80.000
Inclán ( Inclán y Virrey Liniers ) 16.000

Foto: Anexo Calle Moreno, destinado a la venta mayorista de aves y huevos
Nació en 1824 por inspiración de David Spinetto, quien comprometió en el proyecto toda su fortuna en años diversos para la inversión en negocios de esta naturaleza. Realmente fue un visionario porque el progreso de la capital Federal no había avanzado lo suficiente para que alguien tuviera la idea de crear un establecimiento de tal magnitud. La situación financiera general y la envergadura del emprendimiento llevaron a don David a ceder en 1899 su iniciativa a una sociedad anónima que al fundarse tomó el nombre del mercado. Inmediatamente la nueva propietaria financió en Londres una emisión de debentures destinada a hacer frente a la situación creada. La Sociedad “Mercado de la ciudad de Buenos Aires, lo administró hasta los años 30.

Foto: Planta baja, sección


En las cámaras había refrigeración directa para la conservación de frutas, carnes y pescados; o bien para los huevos se había optado por un método extraordinariamente eficaz y moderno para aquellos tiempos, que consistía en corrientes de aire enfriado.
Bovina 75.000 cabezas
Ovina 50.000 “
Porcina 25.000 “
origen nacional
f) Huevos 10.000.000 de docenas
1) Las antiguas plazas eran los lugares donde hacían parada las carretas que transportaban carnes, verduras, frutos y demás productos, originándose las ventas en el mismo lugar. La del Fuerte fue la primera; Constitución y Once que vinieron después, con el tiempo junto a otras fueron convirtiéndose en mercados. Lo que hoy se conoce como precio de plaza, nació en esos sitios.
2) A propósito de este tema el Sr. Manuel Pérez, antiguo vecino de Boedo, nos testimonia que en el Mercado Dorrego existió un maduradero de bananas que funcionaba a carbón. Alrededor del depósito donde estaba almacenado el fruto verde se encendía un fuego con ese combustible, produciéndose la maduración cuando desaparecía el oxígeno.
3) Se trataba de una dependencia municipal.
Versión para Internet del artículo publicado en marzo de 1993