Quien fue Belgrano?
El revolucionario de la primera Junta, el que asumió la jefatura
de las tropas del Norte,el creador de la bandera nacional; o el hombre probo,decente a carta cabal que murió en la más extrema pobreza.
Ambos seguramente, abrazadas sus partes en un barro humano que nos enorgullece.
Es difícil hablar de Manuel Belgrano sin emocionarse.
Algunos de nuestros próceres descollaron por su claridad intelectual, como estrategas, por su temeridad. En su caso, entre tantos méritos como puede reconocérsele, conmueve especialmente su hombría de bien, rectitud y honestidad. Cualidades que, paradójicamente, lo sometieron a grandes penurias económicas hasta el punto que a la hora de su muerte, tanta era la pobreza en que se hallaba que sus allegados debieron enfrentarse a urgentes dificultades. Pagarle al médico que lo asistió con el reloj del patricio y usar cómo lápida, el mármol de la cómoda de su hermano.
Por eso no queremos hacer hincapié en su trayectoria como hombre público. Que fue un patriota de primera hora; que actuó valientemente desde las invasiones inglesas; que tomó parte activa en los preparativos de la revolución de Mayo; que integró como vocal el gobierno de la Primera Junta; que fue general de la campaña de Paraguay y Jefe del Ejército del Norte; fundador de Escuelas, creador de la bandera nacional, puede leerse en cualquier manual de historia.
Preferimos referirnos al hombre con un su destino de pruebas terribles, que soportó con valor y humildad.
Era difícil imaginar que alguien que llegaba al mundo con los mejores auspicios, muriera en la ingratitud, resistiendo frustraciones, estafas, pero decidido a cumplir hasta el final con sus obligaciones éticas.
En verdad, cuando llegó al mundo en 1770, no podía hacerlo en mejores condiciones.
Heredero de dos linajes principales, que contaban con guerreros ilustres y protectores de indios en armonioso equilibrio, la vida le brindó las posibilidades para ser intelectualmente brillante y él no las desaprovechó.
Su padre don Domingo F. Belgrano, harto de los conflictos internacionales que se desarrollaban en su Oneglia natal (Génova) se estableció, primeramente en Cádiz y luego en Buenos Aires, donde tomó la ciudadanía española.
Domingo y María Josefa González Casero se casaron y, mientras ella le iba dando 13 hijos, el sexto de los cuales fue Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, él iba afirmando su carrera comercial y administrativa, desempeñándose como “vista y contador de aduana”, “regidor del cabildo” y “síndico procurador de la ciudad”, en varias oportunidades.
Era una familia, muy acomodada en lo económico, y con fuertes intereses culturales, así que Manuel asistió al Real Colegio de San Carlos y a los 16 años viajó a Salamanca y Valladolid, para completar sus estudios de nivel superior.
Cuando a la edad de 23 años regresó a Buenos Aires convertido en abogado, poseía todas las condiciones de un triunfador y era una presa codiciada por las jóvenes casaderas del virreinato. Mundano, cortés, culto, brillante, poseedor de fortuna, era además un hombre sumamente atractivo.
Mitre lo describía en su regular estatura, fisonomía bella y serena, cabellos rubios sedosos, ojos azules, tez blanquísima apenas sonrosada, como un “hijo de las razas nórdicas”. Según su amigo José Balbín, era un hombre animoso de paso tan rápido que por la calle era imposible seguirlo.
Había regresado con el cargo de Secretario del Real Consulado; pero no todas eran promesas de felicidad. En los años pasados en España, había contraído sífilis, enfermedad que lo torturaría hasta la muerte.
Esa fue una de sus largas batallas. Más allá de “Salta”, “Tucumán”, “Vilcapugio”, “Ayohuma”, él peleó a diario debatiéndose entre sus ideales, los cargos de responsabilidad para los que fue nombrado y su salud, tan debilitada por esta y posteriores dolencias.
Justamente el estoicismo con el que aceptó las obligaciones que la gesta emancipadora le imponía, son una muestra de su compromiso y humildad.
Fue arrastrado por los viento de la Revolución y debió ocupar cargos para los cuales no tenía ni inclinación ni preparación. En sus planes no había tenido cabida la idea del combate. Su educación física era la de un intelectual, no había recibido preparación para la guerra. Pero aceptó el mando de las tropas destinadas al Paraguay y del Ejército del Norte, dando un ejemplo de renunciación personal ante las urgencias de la Patria.
Al año de su regreso de España debió presentar la primera de sus licencias a causa de sus malestares. Desde noviembre de 1796 en que el Dr. O´Gorman le recomendó trasladarse a un lugar menos húmedo, hasta 1803 su vida transcurrió entre períodos de actividad laboral y otros de reposo, a fin de recuperarse de sus afecciones reumáticas y una infección en los lagrimales que sufrió permanentemente.
Mientras, el pueblo lo veía trajinar, vestido modestamente, con las botas remendadas porque a los 40.000 pesos que el gobierno le había otorgado por los triunfos en las batallas de Tucumán y Salta, los había donado para la construcción de cuatro escuelas. Era difícil no apreciarlo por sus méritos: entereza, abnegación, amor al prójimo, serenidad de espíritu, talento, humildad, trato encantador, unidos a la fuerza interior que le permitía desempeñar sus tareas, leer y escribir largamente, durmiendo apenas 3 ó 4 horas por día, le valían la admiración y el respeto de quienes iban conociéndolo.
Su vida, sin embargo parecía signada por un sino fatal. En la Campaña al Norte contrajo paludismo. Como consuelo, en Tucumán cosecha amigos y conoce a Dolores Helguera con quien vive un gran amor, del que nace su Hija Manuela Mónica. Pero aunque él quiere formar una familia, Dolores le es sustraída, la familia la casa con otro hombre. Años atrás había tenido que renunciar a Pedro, el hijo que tuvo con María Josefa, la hermana de Encarnación Ezcurra, para evitar dañar la moral de la amante, que fue criado por Juan Manuel de Rosas y su mujer.
Para ese momento, el mundo se le derrumba, el gobierno comienza a recriminarle las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, sin recordar que él era abogado, no militar. Los conflictos intestinos entre sus oficiales terminan en la revolución del Capitán Abraham González, que pretendió engrillarlo, aunque Belgrano ya estaba postrado en cama por falta de recursos con los cuales mantenerse.
Desolado, presintiendo la cercanía de su muerte, regresa a Buenos Aires, para refugiarse en la casa de su hermano en San Isidro. Desde entonces fueron los parientes y amigos quienes se ocuparon de su sostén material. Llegado el invierno hubo que trasladarlo a la casa paterna en la actual Av. Belgrano entre Defensa y Bolívar. Su cuadro clínico, complicado con hidropesía y cirrosis hepática, era irreversible.
A las 7 de la mañana del 20 de junio de 1920, su vida se apagó. Dicen que sus últimas palabras fueron para despedirse de la patria. Quizás, por el contrario, sus pensamientos quedaron detenidos en una tibia tarde tucumana, en el patio de naranjos con el perfume de los azahares, en Dolores y él… él, Dolores y Manuela Mónica juntos, como nunca pudo ser.
Pocos supieron ese frío día de Junio, que había dejado de existir el Dr. Manuel Belgrano, un hombre que merecía ser calificado como tal. Solamente un diario dio a conocer la noticia.
Algunos de nuestros próceres descollaron por su claridad intelectual, como estrategas, por su temeridad. En su caso, entre tantos méritos como puede reconocérsele, conmueve especialmente su hombría de bien, rectitud y honestidad. Cualidades que, paradójicamente, lo sometieron a grandes penurias económicas hasta el punto que a la hora de su muerte, tanta era la pobreza en que se hallaba que sus allegados debieron enfrentarse a urgentes dificultades. Pagarle al médico que lo asistió con el reloj del patricio y usar cómo lápida, el mármol de la cómoda de su hermano.
Por eso no queremos hacer hincapié en su trayectoria como hombre público. Que fue un patriota de primera hora; que actuó valientemente desde las invasiones inglesas; que tomó parte activa en los preparativos de la revolución de Mayo; que integró como vocal el gobierno de la Primera Junta; que fue general de la campaña de Paraguay y Jefe del Ejército del Norte; fundador de Escuelas, creador de la bandera nacional, puede leerse en cualquier manual de historia.
Preferimos referirnos al hombre con un su destino de pruebas terribles, que soportó con valor y humildad.
Era difícil imaginar que alguien que llegaba al mundo con los mejores auspicios, muriera en la ingratitud, resistiendo frustraciones, estafas, pero decidido a cumplir hasta el final con sus obligaciones éticas.
En verdad, cuando llegó al mundo en 1770, no podía hacerlo en mejores condiciones.
Heredero de dos linajes principales, que contaban con guerreros ilustres y protectores de indios en armonioso equilibrio, la vida le brindó las posibilidades para ser intelectualmente brillante y él no las desaprovechó.
Su padre don Domingo F. Belgrano, harto de los conflictos internacionales que se desarrollaban en su Oneglia natal (Génova) se estableció, primeramente en Cádiz y luego en Buenos Aires, donde tomó la ciudadanía española.
Domingo y María Josefa González Casero se casaron y, mientras ella le iba dando 13 hijos, el sexto de los cuales fue Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, él iba afirmando su carrera comercial y administrativa, desempeñándose como “vista y contador de aduana”, “regidor del cabildo” y “síndico procurador de la ciudad”, en varias oportunidades.
Era una familia, muy acomodada en lo económico, y con fuertes intereses culturales, así que Manuel asistió al Real Colegio de San Carlos y a los 16 años viajó a Salamanca y Valladolid, para completar sus estudios de nivel superior.
Cuando a la edad de 23 años regresó a Buenos Aires convertido en abogado, poseía todas las condiciones de un triunfador y era una presa codiciada por las jóvenes casaderas del virreinato. Mundano, cortés, culto, brillante, poseedor de fortuna, era además un hombre sumamente atractivo.
Mitre lo describía en su regular estatura, fisonomía bella y serena, cabellos rubios sedosos, ojos azules, tez blanquísima apenas sonrosada, como un “hijo de las razas nórdicas”. Según su amigo José Balbín, era un hombre animoso de paso tan rápido que por la calle era imposible seguirlo.
Había regresado con el cargo de Secretario del Real Consulado; pero no todas eran promesas de felicidad. En los años pasados en España, había contraído sífilis, enfermedad que lo torturaría hasta la muerte.
Esa fue una de sus largas batallas. Más allá de “Salta”, “Tucumán”, “Vilcapugio”, “Ayohuma”, él peleó a diario debatiéndose entre sus ideales, los cargos de responsabilidad para los que fue nombrado y su salud, tan debilitada por esta y posteriores dolencias.
Justamente el estoicismo con el que aceptó las obligaciones que la gesta emancipadora le imponía, son una muestra de su compromiso y humildad.
Fue arrastrado por los viento de la Revolución y debió ocupar cargos para los cuales no tenía ni inclinación ni preparación. En sus planes no había tenido cabida la idea del combate. Su educación física era la de un intelectual, no había recibido preparación para la guerra. Pero aceptó el mando de las tropas destinadas al Paraguay y del Ejército del Norte, dando un ejemplo de renunciación personal ante las urgencias de la Patria.
Al año de su regreso de España debió presentar la primera de sus licencias a causa de sus malestares. Desde noviembre de 1796 en que el Dr. O´Gorman le recomendó trasladarse a un lugar menos húmedo, hasta 1803 su vida transcurrió entre períodos de actividad laboral y otros de reposo, a fin de recuperarse de sus afecciones reumáticas y una infección en los lagrimales que sufrió permanentemente.
Mientras, el pueblo lo veía trajinar, vestido modestamente, con las botas remendadas porque a los 40.000 pesos que el gobierno le había otorgado por los triunfos en las batallas de Tucumán y Salta, los había donado para la construcción de cuatro escuelas. Era difícil no apreciarlo por sus méritos: entereza, abnegación, amor al prójimo, serenidad de espíritu, talento, humildad, trato encantador, unidos a la fuerza interior que le permitía desempeñar sus tareas, leer y escribir largamente, durmiendo apenas 3 ó 4 horas por día, le valían la admiración y el respeto de quienes iban conociéndolo.
Su vida, sin embargo parecía signada por un sino fatal. En la Campaña al Norte contrajo paludismo. Como consuelo, en Tucumán cosecha amigos y conoce a Dolores Helguera con quien vive un gran amor, del que nace su Hija Manuela Mónica. Pero aunque él quiere formar una familia, Dolores le es sustraída, la familia la casa con otro hombre. Años atrás había tenido que renunciar a Pedro, el hijo que tuvo con María Josefa, la hermana de Encarnación Ezcurra, para evitar dañar la moral de la amante, que fue criado por Juan Manuel de Rosas y su mujer.
Para ese momento, el mundo se le derrumba, el gobierno comienza a recriminarle las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, sin recordar que él era abogado, no militar. Los conflictos intestinos entre sus oficiales terminan en la revolución del Capitán Abraham González, que pretendió engrillarlo, aunque Belgrano ya estaba postrado en cama por falta de recursos con los cuales mantenerse.
Desolado, presintiendo la cercanía de su muerte, regresa a Buenos Aires, para refugiarse en la casa de su hermano en San Isidro. Desde entonces fueron los parientes y amigos quienes se ocuparon de su sostén material. Llegado el invierno hubo que trasladarlo a la casa paterna en la actual Av. Belgrano entre Defensa y Bolívar. Su cuadro clínico, complicado con hidropesía y cirrosis hepática, era irreversible.
A las 7 de la mañana del 20 de junio de 1920, su vida se apagó. Dicen que sus últimas palabras fueron para despedirse de la patria. Quizás, por el contrario, sus pensamientos quedaron detenidos en una tibia tarde tucumana, en el patio de naranjos con el perfume de los azahares, en Dolores y él… él, Dolores y Manuela Mónica juntos, como nunca pudo ser.
Pocos supieron ese frío día de Junio, que había dejado de existir el Dr. Manuel Belgrano, un hombre que merecía ser calificado como tal. Solamente un diario dio a conocer la noticia.
TESTIMONIO DE UN AMIGO
Contaba don José C. Balbín Mitre:
De resultas de la revolución (la del Capital Abraham González) se vio abandonado de todos el General Belgrano, nadie lo visitaba, todos se retraían a hacerlo.
Entonces empecé a visitarlo todas las tardes, y cuando su enfermedad se lo permitíasalíamos juntos a pasear a caballo. Esto nos traía la animadversión de los revolucionarios, lo que me importaba muy poco, porque cumplía un deber de amistad”.“Como quince días después de la revolución, una tarde me dijo el General:me hallo sumamente pobre, se han agregado a mi causa varios jefes fieles y honrados yno tengo como mantenerlos; ayer he escrito al gobernador Aráoz pidiéndole algún auxiliode dinero y me lo ha negado;le hice presente al general, que había hecho mal en dirigirse al gobernador, estando yoque podía darle lo que necesitase. Al día siguiente le mandé $6.000 con su mismo criado”.
“Una tarde que paseábamos a caballo me dice el General: yo quería a Tucumán como a mi propio país (hace referencia a Buenos Aires) pero han sido tan ingratos conmigo que he determinado irme a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava cada día. Le aprobé su pensamiento indicándole que no debía perder tiempo. A los 3 ó 4 días lo encontré triste y abatido, le pregunté lo que tenía y me contestó muy afligido: amigo, ya no pudo ir a morir a mi país, pues no tengo recurso alguno para moverme de aquí: ayer he escrito al gobernador pidiéndole algún dinero y caballos para mi carruaje y me ha negado todo. Le contesté, habiendo caballos y plata y cuánto se necesite… y me preguntó ¿de dónde lo sacó?- pues ¿qué se ha olvidado usted que me tiene de amigo? Si, lo sé, me contestó, pero lo he molestado a usted. Tantas veces, que no quiero serle más gravoso. Señor general a mí no me molesta nunca y en prueba de ello, dentro de dos días le mandaré a Usted. 2.500 pesos, haga ya los preparativos par su viaje. Le mandé lo ofrecido y se empeñó en que lo acompañara, ofreciéndome un asiento en su coche, pero me resultó imposible complacerlo”
“ A los ocho días se puso en marcha el General acompañado del Dr. Redhead y su Capellán el Padre Villegas, con dos ayudantes, los Sargentos mayores don jerónimo Helguera y don Emilio Salvigni. Cuando llegaban a una posta, lo bajaban cargado y lo conducían a una cama”
Más adelante Balbín continúa:“Al día siguiente de llegar a Buenos Aires, pasé a visitar al General Belgrano a quien encontré sentado en un sillón poltrona, en un estado lamentable; después de un momento de conversación m dice: es cruel mi situación pues me impide montar a caballo, para tomar parte en la defensa de Buenos Aires, contra López el de Santa Fe, que se prepara para invadir esta ciudad; luego siguió diciendo: Amigo Balbín, me hallo muy malo, duraré pocos días, espero la muerto sin temor, pero llevo un gran sentimiento de sepulcro; le pregunté ¿Cuál es General?, y me contestó; muero tan pobre que no pudo pagarle el dinero que me prestó, pero no lo perderá Ud. El gobierno me debe algunos miles de pesos de mis sueldos, luego que el país se tranquilice le pagarán a mi albacea, el que queda encargado de satisfacer a Ud. con el primer dinero que reciba. Como un año después de su fallecimiento fui pagado.”
© Ana di Cesare y gerónimo Rombolá
*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.
Publicado en Mayo de 1993
Versión para Internet
*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.